La miraba y la amaba
todos los días, aunque apenas sí nos encontrábamos algunos minutos en la
mañana, y otros pocos al caer el día.
Esbelta, morocha,
provocadora como una noche de estío aventada por los abanicos de un mar domado.
Así era Doriana.
Sabía que me
correspondía, porque cuando tenía tiempo, se embellecía frente a mí, pasaba
horas y horas clavándome sus enormes ojos de almendra, me sonreía con largas
pestañas, se desnudaba frente a mí y me mostraba, muy detenidamente, cada parte
de su cuerpo. Incluso un día me había dicho: “Te amo”.
Pero en un momento
nuestros encuentros comenzaron a ser demasiado esporádicos, y cuando nos
veíamos, más bien fruncía el ceño y se palpaba algunas arrugas que le iban
apareciendo alrededor de los ojos y de los labios.
Todo fue yendo cada
vez peor. Hasta que hoy, apenas me echó la mirada, me dijo: “Te odio”. Y me
escupió.
ILUSTRACIÓN: Rocío D. Limón TEXTO: Santiago R. Bailez Chayé